lunes, 25 de febrero de 2019

Rio 1734

Solía llamarla gato, se asomó en la primavera, era extranjera. Amaba la música. Tocaba el violín y la flauta. Se sabía todas las letras de canciones de reguetón. A veces dormía más horas de las que estaba despierta. Vivía en el segundo piso de mi casa. Allí nos echábamos en un colchón forrado de azul, a oír canciones y mirar series; allí nos mirábamos, nos friccionamos, nos besábamos, nos apretábamos, nos amábamos. Nuestros besos estaban llenos de fuego. Ella ardía y me quemaba con ella, después de mi primera vez puedo decir que con ella conocí el sexo destellante. Deseábamos tanto fumar marihuana. Yo estaba enamorado como un perro de ella, tanto que dejé mi corazón a su cuidado.
Ella era una morena preciosa. Lo nuestro era clandestino. Hacíamos el amor en toda la casa, en las habitaciones, el baño, el patio, la cochera, la sala, la cocina, la terraza, el balcón, hacíamos cosas exquisitas e indebidas, ella siempre estaba dispuesta esperándome en su cuarto después de las 10 de la noche.
Todo lo que pasaba en casa era oculto, temíamos que mi madre nos descubriera, eran encuentros repentinos, furtivos, escondidos y por tanto inmensamente placenteros. Aunque debo reconocer que muchas veces me quedé cansado, destruido, arrugado y ella con ganas de seguir y yo intentando hacerlo, pero sin éxito, creo que terminé debiéndole.
Le gustaba el cine, la mayonesa, las fresas, la leche condensada, la mantequilla y amaba la piña. Me enseñó a preparar las deliciosas arepas. A partir de ese día mi vida cambió y comer tuvo otro significado; amé las arepas y a ella. Dejé de hacer muchas cosas como el entrenamiento, salir con mujeres, el Smash y el Starcraf, porque quería estar con ella sólo con ella, todo el tiempo.
Cuando la abrazaba no deseaba soltarla, quería quedarme anclado a su espalda y sus caderas; mientras ella entre mis brazos encontraba refugio, paz. Nos trasladábamos a un lugar del cual no deseábamos salir jamás. Me encantaba sentir como se derretía cada vez que la besaba; sus rodillas perdían fuerza y su respiración se entrecortaba. Ella, sí que besaba exquisito y me acariciaba delicadamente.
Era más sensible de lo que podía imaginar. Mis ojos la veían como fuerte e indestructible, pero bajo su armadura guardaba un delicado corazón y ocultaba unos ojos que se inundaban de lágrimas al sentirse triste o emocionada. Felizmente puedo presumir ser el autor de muchas de sus lágrimas de felicidad, que precisamente solían emerger al leer mis cartas. Aunque sé que algunas iban también cargadas de nostalgia.
Viví un tiempo de amor salvaje, amor en bruto, amor volcánico, amor suicida, siempre al borde del abismo, amor de una vida en un minuto. A veces pienso que no podíamos dejar de hacerlo, era una adicción.
Duró lo que tenía que durar. Fue el fuego que -como la juventud- ardió intensamente, antes de apagarse.
Tenía el tamaño y el peso que tiene una amante perfecta. Ella aprendía y descubría rápido qué cosas me gustaba me dijeran y me hicieran, me tenía en sus manos. Sin duda era una especialista en hombres, pero también era mi amiga, mi compañera de ruta, mi confidente, mi fascinación y mi revolución.
Era oro puro, arte puro, una amazona, con unas dosis de ternura exactas, una mente lúcida, pensaba rápido, sabía decirme las cosas con indirectas, pero también directamente; siempre supe que ella tenía el control y eso a veces me enloquecía, me recordaba tanto a mí. Era música, mi canción y mi cantante favorita, sin duda.
Para ella, sé que fui la persona que muchas veces imaginó y evocó en sueños, aunque no sabía mi nombre, mi dirección y mucho menos mi procedencia. Ella pensaba que sólo existía en sus mejores fantasías, pero como el destino es justo y preciso, la puso en mi camino de la forma más inesperada y casual. Tal vez fue el viento y el mar que conspiraron a nuestro favor.
Ella se ponía mi polo de pijama. Yo descubrí, la mayor velocidad a la que puede latir mi corazón, al escucharla tocar la flauta. En ocasiones le regalaba chocolates, pero podían pasar días hasta que los comiera, porque los guardaba para lo que ella hacía llamar "el momento oportuno". Tenía talento para enamorarme incluso sin decir nada, creo que había nacido para hacerme feliz. Amaba ver sus caderas cuando se marchaba. Las palabras que ella tenía para mí, estaban dentro de ella como si estuviesen en el centro de un tornado. Su nombre con el mío, hacían un Rio, que quedó escrito en árboles y piedras. El resto de mi vida me quedé soñando con ella. Es uno de esos amores que te persiguen siempre, más bien que te acompañan siempre.
Yo para ella fui un escape a su realidad, que en ocasiones le resultaba agobiante, cansada, preocupante o aburrida. Yo era la chispa que le hacía encender nuevamente su espíritu enérgico, alocado y atrevido, que llevaba mucho tiempo apagado sin ella haber sido consciente de ello. Nos encontramos en el momento correcto.
Si ella alguna vez me lee, ha de saber que le agradezco por mostrarme el camino con sus caderas, por darme abrigo entre sus brazos y refugio entre sus muslos. Por saciar mi hambre con su cuerpo y calmar mi sed con sus besos. Por acompañar mi soledad, por preguntarme siempre cómo estaba, por su preocupación y sus intentos de hacerme sentir bien. Por no ser egoísta. Por ser detallista. Por tenerme paciencia. Por viajar conmigo y mi locura. Por abrazarme cuando lo necesité. Por entender mi silencio.
Por: José Villasante Flores